Son las 7:30am en Washington DC. Un individuo con morral y un peculiar estuche baja por las escaleras de una de las más concurridas estaciones de metro. Al entrar se detiene, paneando con su mirada el amplio pasillo, observa como si buscase algo. Es un hombre joven, delgado, de tez blanca, su vestimenta es común, unos tenis, jean sencillo, camisa oscura con mangas largas y una gorra del equipo de baseball de la ciudad. Camina hasta un área, se dobla para buscar algún objeto en su morral. Lo consigue y lo saca a la luz. Es un atril, lo abre, expande sus patas y lo coloca frente a él. Se vuelve a doblar, esta vez al estuche, lo abre y de él saca un violín. Parece ser una de esas tantas personas que se dueña transitoriamente de unos pocos metros de pared, su fin, ganar unos pocos dólares a cambio de deleitar a los atareados caminantes con clásicas y armónicas melodías de compositores fallecidos. Tras pocos minutos de calentamiento saca un libro lleno de corcheas, fusas, semifusas y demás símbolos mudos en papel, pero que al leerlo un hábil músico se transforman en vibratos, cadencias y armonías. Pasa una y otra vez las hojas hasta llegar a la buscada. Con su mirada puesta en el pentagrama y como un chaman invocando al guía de los espíritus sonoros comienza su repertorio musical. El reloj marca las 7:51 a.m., momento de la mañana en que el Rush Hour está en su pico máximo. El rápido transitar de personas preocupadas por llegar a tiempo a sus trabajos hacen que el violinista pase casi desapercibido. Unos disminuyen su velocidad por pocos segundos volviendo luego a acelerar el paso. Otros detienen su caminar, sacan del bolsillo unas monedas, algunos otros un billete de un dólar. Un niño se detiene al escuchar el vibrante sonido del violín, observa el energético movimiento del arco acariciando las cuerdas, pero casi inmediatamente la madre tensa el brazo del pequeño para continuar el camino.

Luego de cuarenta y tres minutos, el instrumento cesa de emitir sonidos, su repertorio ha concluido. Durante ese tiempo transitaron 1.097 personas. El violinista echa un vistazo al estuche y cuenta 41$. Es natural que la curiosidad de quien venga siguiendo este relato con vivida atención note que no está mal 41$ para poco más de cuarenta minutos de trabajo, ocupando al menos seis horas diarias, cinco veces a la semana, es mucho más que suficiente para vivir, en una ciudad como Washington. Pues nuestro querido lector se llevará una gran sorpresa.

Nuestro personaje estrella en este relato, el violinista, es Joshua Bell consagrado como uno de los mejores del mundo; su violín, un Stradivarius valuado en 3.5 millones de dólares; su repertorio, Suite en Re Mayor de Johan Sebastián Bach, considerada como una de las piezas más complicadas para violín de la música clásica. Dos días antes este personaje había dado un concierto con venta completa de taquilla para más de tres mil personas, la entrada mínima de dicho evento tenía un valor de 100$.

Este fue un experimento creado por el diario Washington Post para dilucidar la capacidad del ser humano en captar la belleza, en este caso musical, en un ambiente totalmente contrario al mismo. Solo una persona de las 1.097 reconoció al violinista, allí podemos ver el nivel de sordera y ceguera al que podemos llegar cuando los pensamientos y las ocupaciones inundan nuestras vidas.

De la misma manera esa sordera y ceguera sobreviene en todos los ámbitos de nuestra existencia, cuando las facturas y la monotonía, las deudas y el trabajo no dejan percibir, sentir y ver los momentos de verdadera belleza. Ese calor producto del roce de los pies con los de tu pareja al dormir, las caricias sutiles al ver una película juntos, los suspiros inesperados, o la palabra atropellada con silabas faltantes que se escucha tan cómico en un niño, la llamada de un amigo que el tiempo alejo, el olor a montaña, el frio mañanero, la incondicionalidad de los padres, la risa del abuelo.

No dejemos que el ruido del mundo, tienda un velo entre la verdadera belleza y nosotros…